Y pensar que yo aún sigo aquí leyendo tus versos, amando la vida, mirando el mismo camino, tantas veces transitado, cogiendo el pan de cada mañana y el café menos amargo que ayer.

Hay nostalgia, en las tardes como ésta, en mi rededor solitario de invierno permanente. Y tú sigues sentado en la misma silla de mimbre, con tu copa de vino y el cuerpo inclinado sobre la mesa, con hule a cuadritos, siempre rojo, color que elegiste en México, después de ser deportado del Perú en la época del dictador Odría. Y sigues ahí, no me cansaré de decirlo, imbatible ante a los sueños imposibles, construyendo versos de amor, de soledad, de desgarro existencial, porque así fue como te formaste en la soledad de tu infancia, al trazar esa línea imaginaria en tu querida Tacna, para contar que tu infancia discurrió sobre dos orillas: una verde y hospitalaria en la orilla de los huertos y otra la del desierto, el arenal gris y “mudante de horizontes infinitos”. Así fue como te conocí la mañana en que José Adolph, escritor y hacedor de historias alucinantes y yo te acompañamos en el bar Zela, hasta que agotaras el último vino que el mozo podía alcanzarte. Tenías, entonces, el rostro cansado y el alma que sonreía, levemente, frente a las ocurrencias de Pepe, mientras que yo permanecía en el pedestal del limbo creativo con sólo imaginar que te tenía al alcance de mi brazo, diciéndote que era un periodista ayacuchano y tú, sonriendo, sin saber yo si me estabas escuchando. Desde entonces leí aún más tus versos y amé, con infinita ternura, tu “Carta a María Teresa”, poema que más voló por el mundo en tiempos que se podía leer con olor a tinta fresca, sin la magia del Internet que hoy hace que nos estén leyendo en China, Nueva York o París, en simultáneo.

“Para ti debo ser, pequeña hermana, el hombre/ malo que hace llorar a mamá./ Yo me interrogo ahora/ ¿por qué no he amado solo/ las rosas repentinas,/ las mareas de junio,/ las lunas del mar?// ¿Por qué he debido amar/ la rosa y la justicia,/ el mar y la justicia,/ la justicia y la luz?/…/ A pesar de todo esto,/ para ti debo ser pequeña hermana,/ el fantasma que vuelca/ la sal sobre la mesa,/ el mal hado que rompe/ las puntas de los días/ y es que a ti te hace daño/ ver llorar a mamá (sic)”. Fuiste, para mí, el creador más desgarrador de la generación de poetas del 50, tu generación, al lado de Alejandro Romualdo, Pablo Guevara, Carlos Germán Belli. Te leí en el viejo Palermo, te busqué en los recitales de la vieja casona de San Marcos, declamé tus versos en silencio, cada vez que amaba sin ser correspondido o veía cómo el vaso se quedaba vacío sobre la mesa siempre de hule rojo. “Roto ha de estar, supongo,/ el vaso cojo de mi antigua casa./ ¡Cómo ha podido contener, él solo,/ el agua toda que bebí en mi infancia!”. Y qué decir cuando la inmortal Lucha Reyes dejó registrado en la historia tu bello poema “Tu voz”, una especie de segundo himno nacional para los románticos como yo. “Tu voz, tu voz, tu voz/ tu voz existe/ Tu voz, tu larga voz/ tu voz persiste// Anida en el jardín/ de lo soñado/ inútil es decir// que te he olvidado”. Gracias, poeta, por haber llenado mis tardes vacías en la Lima gris que me tocó vivir. Fuiste agudo siempre, ágil en el pensamiento, preciso. Hasta hoy se comenta la respuesta que le diste al líder Haya de la Torre, cuando te reprochó con ternura por haberte convertido en comunista: usted ha sido aprista, te dijo. Sí, le respondiste, pero usted también, lo remataste. Gracias por todo, Juan Gonzalo Rose, tremendo poeta que nunca podrá morir.

Publicado en el diario Exitosa, 13 setiembre 2019 (*)

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