El fiscal de Justicia Militar pidió para él la pena de muerte. Era 1966. Una ola de protesta recorrió el mundo.

Encabezados por los existencialistas franceses Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, los intelectuales de todas partes llenaron de cartas y telegramas de reclamo Palacio de Gobierno, que era ocupado por una Junta Militar golpista presidida por los generales Ricardo Pérez Godoy, Nicolás  Lindley y otros. Los militares se asustaron y dieron marcha atrás. Hugo Blanco fue condenado a 25 años de prisión por subversivo y lo mandaron derechito a la isla del Frontón, frente al Callao.

Fue dos años después de que este líder totskista, que está frente a mí, le hiciera llorar a mi madre, porque ella decía que era un joven que podía ser su hijo y que no desearía que a su hijo lo mataran “como a perro” de un balazo en la cabeza. “Su pecado es defender a los indios”, me confesó mi madre sin imaginar que por eso mismo nacía, en ese preciso instante, mi curiosidad por este muchacho, cuya imagen difundía El Comercio vestido con casaca de cuero, el pelo muy negro y abundante, tirado para atrás, y con barba tupida, que emulaba al Che Guevara, de quien se decía que recorría el continente. 

Este hombre barbado, que ahora peina canas y anda medio encorvado por las calles del Rímac, fue el terror de los gamonales de la época. Los hacendados del sur lo querían vivo o muerto, más muerto que vivo. Mandaban a sus policías para perseguirlo por calles, casas y plazas del valle La Convención, en el Cusco. Le caían en sus escondites de Chaupimayo, pero no podían atraparlo. Se parecía al zorro que era muy escurridizo.  Hugo les había declarado la guerra en el campo, sin prisa ni tampoco pausa, compañero. Nunca olvidaría lo que sus ojos de muchacho vieron: el hacendado Bartolomé Paz había ordenado que marquen a uno de sus indios con un hierro candente con sus iniciales que colocaron en una de las nalgas, como se marcaba el ganado de la familia, en las alturas de su hacienda. Sólo por el gusto de asegurarse que le pertenecía.

El joven Hugo juraría que algún día vengaría la afrenta. Está sentado a mi diestra, reposando sus codos sobre una mesa de gastado hule rojo con figuritas de frutas. Un extraño silencio nos invade en la casa casi abandonada. Él habla a borbotones y no tiene cuándo acabar, mientras el reloj nos da las seis de la tarde. Sus convicciones permanecen firmes y sigue creyendo que el Perú fue semifeudal, casi de esclavitud en el campo. Se manda con una cháchara de teoría totskista que yo detengo a duras penas. Y le pido orden, compañero.

Ríndase, por favor

Le pregunto si él había matado policías como decía la prensa de la época. Él me contó que una mañana le apuntó con su revólver a un policía, por las alturas de Chaupimayo y le dijo: “señor, policía, tenga la amabilidad de rendirse y levantar las manos, para que nosotros podamos proceder a llevarnos las armas de la comisaría”. Todo un caballero. Pero como el policía desobedeció y lejos de levantar las manos, se llevó una hacia la cintura, Hugo le disparó dejándolo mal herido. El gobierno lo acusó de matar a ese y otros policías. “No era cierto: yo me autoinculpé en el juicio para evitar represalias con mis hermanos del campo”, recuerda.

Blanco fue dirigente de la Federación de Campesinos de La Convención. Sus bases lo eligieron para organizar la autodefensa armada de los campesinos. El gobierno respondió declarando estado de emergencia en esa zona y con la medida, nació el mercado negro para la venta de armas. El dirigente ordenó “expropiar” ganado de los hacendados para sacrificarlos y vender la carne. Con ese dinero compraban revólveres y armas de poco alcance. Los campesinos aprendieron a disparar. También aprendieron a utilizar mechas, fulminantes y pólvora con fines de defensa, diría el líder. La policía decía que era para matar hacendados. La leyenda de Blanco crecía por el Perú. Se sabía que era un campesino cusqueño que caminaba por las noches y desaparecía en el día, aquí y allá, por todas partes. Los campesinos lo veían como al salvador; los hacendados, al mismo diablo en persona, al delincuente subversivo. La prensa nacional le dedicaba primeras planas, calificándolo de peligroso, enemigo de las buenas costumbres y de la propiedad privada. Un apestado comunista.

Los estudiantes sabíamos que Blanco era una especie de Robin Hood andino. Por la época surgieron los primeros movimientos guerrilleros al estilo castrista. Luis de la Puente Uceda lo visitó en su escondite de Chaupimayo y le dijo, compañero, cuándo revienta tu movimiento y se suma a nuestra lucha. Blanco le respondió, sin ser altanero, que eso él no lo podía decidir, porque él no estaba por encima de las masas. “Sólo ellas decidirán en qué momento, pero por ahora estamos en otras tareas” dice que le dijo, fiel al pensamiento trotskista. De la Puente se despidió de él y nunca más retornó ni lo buscó.

Solo un luchador

El mito de Blanco crecía como guerrillero, yo hablaba de él como guerrillero, la prensa lo tildaba de guerrillero y la policía consideraba que era guerrillero y ahora, en mi cara pelada, me viene a desmentir, medio siglo después, que nunca fue guerrillero, sino solo un luchador que organizó la autodefensa armada de los campesinos. Nada más. Que sólo quería que éstos no sean más humillados, que sean considerados como personas, porque él mismo se sentía indio, qué caray.  

Y fue así que, años después, José María Arguedas y él se cartearon en quechua, mientras el dirigente ya llevaba seis años en El Frontón y evitaba que el escritor lo visitara en el penal. “Si hubiera sabido que a los tres días de haber recibido mi tercera carta se suicidaba, claro que lo hubiera recibido con mi corazón, compañero”, dice ahora. Arguedas le envió con Sybila “Los ríos profundos”. Quería dedicártelo en quechua, pero se arrepintió, le dijo ella. Blanco le escribió, entonces, una primera carta en quechua. “Cuánta alegría habrías tenido al vernos bajar de todas las punas y entrar al Cusco, sin agacharnos, sin humillarnos y gritando calle por calle: “¡Que mueran todos los gamonales! ¡Que vivan los hombres que trabajan!”. Al oír nuestro grito los “blanquitos” como si hubieran visto fantasmas, se metían en sus huecos, igual que pericotes”, le contó. Y Arguedas le respondió, también en quechua: “Alzándoles el alma, el alma de piedra y de paloma que tenían, que estaba aguardando en lo más puro de la semilla del corazón de esos hombres, ¿no tomaste el Cusco como me dices en tu carta, y desde la misma puerta de la catedral, clamando y hablándoles en quechua, no espantaste a los gamonales, no hiciste que se escondieran en sus huecos como si fueran pericotes muy enfermos de las tripas?”.

Hugo Blanco quiso ser ingeniero agrónomo y para ello viajó a la Argentina. Se dejó ganar por las prédicas trotskistas que esos años recorrían el mundo para combatir a viejos estalinistas de los partidos comunistas. A su retorno se integraría al Partido Obrero Revolucionario, del que no se alejaría más, salvo ahora que viaja por el mundo convertido en activista en defensa del ecosistema mundial, contra el calentamiento global y el cambio climático, por lo cual no deja de fustigar a las grandes trasnacionales capitalistas que atentan contra el sistema, según refiere. Y es, además, un tenaz luchador antiminero. Atrás quedaron sus luchas por los campesinos pobres sin tierra, su paso por el Congreso de la República donde fue el más votado en la Constituyente del 78 y después elegido diputado de la Nación y senador de la República, inaugurando un nuevo estilo en el vestir con ojotas y chumpi en la cintura, como sigue vistiendo ahora. Eso sí, no olvida su grito de guerra: “¡Tierra o muerte, venceremos!”

(*) Publicado en SUCESOS No. 8 lunes 24 abril

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