–Usted será responsable de que Alfredo llegue bien—fue la orden que recibí. Llegar bien era llegar sano; es decir, ecuánime, en sus cinco sentidos. Es que Alfredo Bryce tenía fama de llegar a sus conferencias alegrón y a veces, demasiado alegrón.

Y cuanto más alegre llegaba, sus charlas salían redondas. Y el escritor cortaba oreja, rabo y daba su paseíllo triunfante ante el delirio de las tribunas que, como esa noche, atiborraban los ambientes del hemiciclo Porras Barrenechea, en el Congreso de la República. Él había sido invitado por la doctora Martha Hildebrandt para dar testimonio de su experiencia como creador. Se trataba del escritor que había publicado verdaderos best sellers en la literatura latinoamericana y mundial.

Sólo cito algunos de ellos: Un mundo para Julius, No me esperen en abril, La vida exagerada de Martín Romaña, El huerto de mi amada, El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, Tantas veces Pedro, en fin. Dicen los especialistas que se trata de uno de los escritores peruanos más célebres del siglo XX. Ese día pude comprobar, en las laderas de las Casuarinas, un barrio limeño muy pituco y muy a su medida, que Bryce era un creador fuera de serie, con historias a flor de piel, que suelen discurrir entre hechos delirantes y que son también, al mismo tiempo, tiernas y tremendamente cargadas de añoranza. El amor, la soledad y la depresión son los temas recurrentes cuando habla y que se repiten también en sus libros con ironía y humor.

–No te pondrás mal, si nos tomamos un pisco –me dijo, mientras acomodaba su humanidad en un sillón del restaurante cinco tenedores, en el que solía almorzar, cada vez que retornaba al Perú, después de largos períodos de ausencia. Generalmente solía venir de París, España o Roma. Y a mí la doctora Hildebrandt, a la sazón, presidenta del Congreso de la República del Perú, me había dado la tarea de impedir que el ilustre invitado tome una sola gota de alcohol. Ni ninguna otra bebida espirituosa. Y fue por eso que lo busqué faltando cinco minutos para las doce del día, en vía de precaución, sin saber que una hora más tarde me estaría enfrentando a lo que sería una tarde de piscos y de historias bien contadas, hasta casi perder el conocimiento de mi parte, más por miedo, que por otras razones como, ustedes, fácilmente, imaginarán. Y es que cuando Bryce empieza a contar sus historias es de temer. La primera copa fue para enterarme de que él había alquilado un cuarto muy pobre en el barrio latino de París cuando era estudiante, pero dos horas después, París había dejado de ser París y ya nos encontrábamos en Madrid y a él lo veía persiguiendo a un delincuente que se le puso faltoso, hasta que minutos después, ya estaba viajando sobre una góndola en Venecia, acompañado de hermosas mujeres que no distinguía si eran latinas o quien sabe napolitanas, pero parisinas definitivamente que no. Y ya nos íbanos por la copa número ocho. Me llamaba la atención que cerrara los ojos de cuando en cuando, aunque después descubrí que lo hacía porque en ese punto exacto del relato iniciaba la ficción sin que te des cuenta si lo que te iba narrando era realidad o ya había ingresado al apasionante camino de la imaginación. Total, ya nos andábamos por la copa número doce.

–Para mí, tú eres un Arguedas limeño—le dije dándole una pequeña palmadita en el hombro izquierdo. Él asintió gozoso y antes que volviera a cerrar los ojos le recordé que así como él fue un niño solitario y pasó, mayormente, al cuidado de Vilma, su niñera, como se lee en Un mundo para Julius, José María Arguedas también fue protegido, de niño, por doña Cayetana, la cocinera de su temida madrasta, en la otrora oligárquica Lucanas, tierra de mis abuelos. Bryce se interesó por el símil y hasta recuerdo que nos pusimos de pie, me pasó el brazo por el hombro y me dijo muy solemne: ustedes, los ayacuchanos, son la cagada, me caen muy bien. Y me lanzó este consejo: para ser feliz, hay que ser joven, estar muy enamorado y ser pobre. Al sentarnos, sellamos la amistad, apurándonos algunas copas más. Bryce es una fuente inagotable de ocurrencias. Me doy cuenta que detrás de unos lentes redondos de intelectual, se esconden unos ojos vivaces y llenos de curiosidad que acaban de atrapar imágenes de su pasado. A ratos se refiere a la sociedad limeña, aristocrática y clasista que le tocó vivir de niño, ríe al recordar que le dejó plantado a un presidente peruano con su condecoración de la Orden del Sol y que el escritor rechazó con todas las fuerzas de su corazón. Dice que lo mejor que le pudo haber pasado fue estudiar en San Marcos, porque allí empezó a descubrir el Perú real, con toda su crudeza y no así en los colegios Santa María y San Pablo de Lima, en los cuales su país estaba mutilado. En la universidad de San Marcos se graduó de bachiller en derecho (1963), abogado (1964), bachiller en literatura con una tesis sobre Hemingway (1964) y doctor en literatura con una tesis sobre Henri de Montherlant (1977). Eso lo hace feliz.

–¿Y para qué me buscabas?—me preguntó arrejuntándose en el sillón. Sus palabras activaron mi memoria.

–La doctora Hildebrandt me envió para acompañarte al Congreso—respondí sin mucha convicción.

–Ah, Marthita. Siempre desconfiada—apuntó el escritor. No te preocupes que llegaremos sanos y salvos, acotó. Y llegamos casi sanos, pero no a salvos para mí. Llevé a nuestro invitado a la Sala de Embajadores, que es una antesala separada por una puerta interna del hemiciclo Porras Barrenechea en el Congreso de la República. Allí solían esperar los invitados de los congresistas o de sus autoridades. El público se había dado cita desde las cinco de la tarde y no cabía un alfiler. Enterada la Dra. Hildebrandt que su invitado ya se hallaba en el Congreso, se apresuró en darle el alcance. Alfredo, gritó, qué gusto que hayas llegado, y se aceró a él con los brazos extendidos. Mientras el escritor le explicaba, abrazando a su amiga, que había sido una tarde fructífera la que había pasado con su asesor, o sea conmigo, me escabullí, silencioso, para evitar ser detectado por el fino olfato de mi jefa. A las siete en punto empezó el escritor con su conferencia, flanqueado por una orgullosa presidenta del primer poder del Estado.

Desde el fondo del salón, perdido entre la multitud, vi cómo el mozo le acercaba a Bryce una taza blanca que sólo yo sabía qué contenía. Y escuché al novelista decir que él escribía solo para que sus amigos lo quieran más. Y que, en el fondo, era muy tímido y que no le había ido bien con las mujeres. Recordé una jocosa anécdota del humorista Tulio Loza, quien fue su compañero de carpeta en la facultad de Derecho de San Macos: “mi promoción de la universidad fue extraordinaria –contó, una vez, Tulio– Bryce era estudioso, pero sufría de timidez. Éramos patas. Él sabía que yo, un tipo pendenciero y sapo, podía curarle su timidez. Era tan tímido que le costaba trabajo acercarse a las chicas. Una vez se templó de una limeñita coqueta que a diario pasaba por la universidad para irse a chambear y como no se atrevía a hablarle, me dijo que yo abordara a la chica y luego se la presentara. Yo le decía: Bryce, no friegues, es una doméstica al lado de tu enamorada, pues tenía su noviecita desde tercer año de media creo. Como era mi amigo y para que no friegue tanto, hice lo que me pidió. Un día esperamos a la joven bien temprano, a las ocho de la mañana y la abordé. Le dije: perdóname, no intento cortejarte, solo te estoy trabajando por un compañero que te ama y es el dueño de ese Peugeot convertible que ves ahí. Me ha pedido que te hable. Le comenté que se trataba de un hombre con futuro extraordinario, de billetera gorda, y que si no le gustaba podía esquivarlo. La chica aceptó que le presente a Bryce y poco tiempo después se concretó el romance.”

Abandoné el hemiciclo, cuando el novelista contaba que París de sus amores ya no era el mismo que  acogió a Miguel Ángel Asturias o a Alejo Carpentier, mucho antes que a él. Bryce llegó a la capital francesa en l964 y desde esa época no dejó de viajar por el viejo mundo y por el nuevo también.

(*) Publicado en el semanario SUCESOS Nº 025 del 21/08/17

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