Las redes sociales han terminado por sustituir nuestros diálogos presenciales de hace unos años. Ahora casi nadie conversa, aun estando cerca y a unos metros de distancia unos de otros. Prefieren hacerlo a través de estas redes cuyos aplicativos están en el celular. Las personas ya no se miran a los ojos, agachan la cabeza para comunicarse. Fijan la mirada en el aparatito que tienen entre manos. Suficiente. Se ha perdido ese calor humano que sentíamos al conversar entre amigos o familiares. Nuestro lenguaje era más gestual, más cálido, más entusiasta. Solíamos mirarnos de frente a los ojos. Y gozábamos con esa manera de conversar. Ahora todo ello se está perdiendo. Somos esclavos en las redes sociales y los jóvenes son más. Se ha despersonalizado la comunicación. Cada vez son más impersonales. Lo vemos a diario, incluso en las reuniones familiares de sobremesa, que ya no existen. Pasamos las horas con la mirada clavada en el celular. Es el reino del silencio y la vaguedad.

De las redes existentes el Twitter es, para mí, la plataforma más salvaje para interrelacionarnos. Siempre sospeché que allí desaparecía el diálogo, para dar paso al lenguaje agresivo y letal. Acabo de reforzar mi sospecha al leer un artículo muy valioso de la columnista Megan McArdle en el medio The Washington Post. Ella llega, incluso, a recomendar alejarse del uso de esta red por el daño muy profundo que ocasiona en sus usuarios. El formato del Twitter permite trasmitir mensajes cortos y sin contexto. En nombre de la velocidad, lo que hace es facilitar que la turba persiga a su víctima y no busque dialogar con ella. Echa mano del adjetivo que busque descalificar al perseguido, no le importa si el mensaje es falso o distorsionado, sólo busca dañar, herir al oponente. Quien busque conversar por Twitter tiene que huir de este formato, salir de él por salud mental. Es una plataforma que termina por atraparnos en una atmósfera sofocante y perniciosa, una especie de neblina sado masoquista. “Estos costos de tuitear no se equilibran con los beneficios y, a estas alturas, la mayoría de los usuarios de Twitter que conozco parecen estar de acuerdo. Odian lo que Twitter le hace a sus organizaciones y amigos, odian el miedo omnipresente e incluso odian la cantidad de tiempo que desperdician allí pudiendo haberlo dedicado a algo mejor. Pero son adictos a la atención, o temen cederle el control de la narrativa a quienes estén dispuestos a permanecer Y me preocupa aún más tener otro ejemplo del daño que Twitter le está haciendo al diálogo”, dice la columnista. Estamos advertidos.

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